Antonio García

Antonio García


Sabuco

03/04/2023

El instituto Sabuco cumple un siglo y todavía nos sorprende su empaque formidable cuando emprendemos la travesía de la avenida de España. En realidad lo que nos sorprende es que siga existiendo: ¿cómo no se le ha ocurrido a nadie tirarlo para ubicar en su lugar un palacio de Justicia, un centro de interpretación del agua (o de cualquier otro fluido), un museo de la alpargata? Cien años sobreviviendo a cualquier tipo de especulación urbanística constituyen un mérito mayor que el de haber acogido a sucesivas promociones de estudiantes, muchos de ellos a su vez revertidos en profesores. Es verdad que el interior de sus aulas es igual de inhóspito y desangelado que el del resto de los institutos, que lo digital se ha ido imponiendo a lo analógico y que cualquier vestigio o herramienta de la educación pretérita ha ido a pasar al Museo del niño o al desguace inevitable, pero pervive la decoración de azulejos, las regias escalinatas y una disposición de los espacios no hostil para quien los habita, capaz de albergar no solo a los ocupantes actuales sino el espíritu de los anteriores, pues no cabe duda de que un espacio así, de tan estirada alcurnia, debe de estar poblado de fantasmas. Cuando se cierran las puertas al público y se apagan las luces, no es irrazonable imaginar que sigue escuchándose el rumor de voces, la algarabía estudiantil tomando posesión de las aulas, a profesores llamando al orden o pasando lista -en una de las cuales estamos fijados para siempre-, el tableteo de una tiza sobre la pizarra o la declinación memoriosa de una palabra latina. Más de una vez he soñado que volvía al Sabuco, como Rebeca a Manderley, y allí me recibía mi propio fantasma.