José Juan Morcillo

José Juan Morcillo


La funeraria

14/07/2020

Hace pocos días, en un local frente a mi casa que hace chaflán, ha abierto su negocio una funeraria. Durante años había un todoacién que ahora ha tenido que cerrar por la crisis económica derivada del coronavirus. La muerte siempre es un negocio; los táperes de imitación, no.
La muerte y el oro: cuando una pandemia o una crisis devastadora arrasan, las muertes se multiplican y el oro se revaloriza. A las funerarias nunca les faltan clientes, que suelen entrar en horas muertas y siempre de incógnito por la puerta del garaje; a los garitos de compra y venta de oro pasan, en horas bajas y de puntillas, personas embozadas con su mascarilla y gafas de sol para vender alguna joya y poder así llegar a fin de mes. La desesperación y el final.
La nueva apertura ha provocado desazón y un evidente malestar entre los vecinos. Para un barrio tranquilo, acostumbrado a sus tres bares, a su papelería, a su panadería, a su frutería, a su gimnasio y a un pequeño supermercado donde todos nos conocemos y coincidimos, el negocio se nos antoja detonante. A unos de esos bares van a almorzar los dos tanatopractores de la funeraria, samugos y de pocas palabras, cuyas ropas y manos huelen a naftalina, según me ha confesado Paco, el dueño. Se sientan en la mesa del fondo para mantener las distancias de seguridad y las de cordialidad, y, al parecer, los clientes, sobre todo los de mayor edad, obsequian a los dos extraños con miradas difidentes y cargadas de cierto temor. Los Bonasera, que es como se les conoce ya en el barrio, pagan y salen en silencio, sin despedirse.
Para no alarmar a los vecinos, el negocio centra su actividad por la noche. Últimamente les ha ido bien. El insomnio me arrastró un día a la terraza y vi cómo en poco tiempo entraban y salían varios coches fúnebres. Debido a una mala conexión eléctrica, el cartel luminoso de la funeraria parpadeaba enardecido por uno de sus extremos. Fue entonces, al volver a la cama, cuando tuve la extraña sensación de que el cartel, parasitado en la fachada, me había guiñado su hipnótico ojo izquierdo para invitarme a bajar y a entrar por la puerta de detrás.