José Juan Morcillo

José Juan Morcillo


La cabina

28/10/2020

Aún sigue en pie la cabina telefónica que se encuentra frente a mi portal, junto a la carretera. Es tan antigua y son tan escasas que habría que nombrarlas Patrimonio Nacional para protegerlas de vándalos y cuidarlas de los efectos del paso del tiempo como ya se hizo con el toro de Osborne. La gente suele sentir desinterés hacia las antigüedades más recientes porque las consideran objetos adocenados indignos de atención, muebles viejos que aún no nos atrevemos a tirar y que dejamos abandonados en una habitación desocupada de la casa del pueblo de los suegros porque estorban.
El caso es que la cabina de Telefónica parece un tronco desmochado y tuerto del que solo queda vivo, pendiente de un hilo, un aparato. Supongo que el otro lo habrán robado o lo habrán retirado los trabajadores de la empresa de telefonía para reciclarlo en alguna nave oscura y ruidosa. El resto son desconchones de pintura, girones de plástico, textos incoloros e ilegibles, cristales sucios y mucho óxido retenido en la ranura de la tarjeta como si una lava biliosa hubiese sido vomitada del centro del aparato, de la caja de las monedas.
Leo que en España quedan solo unas 15.000 cabinas cuya única utilidad es la de recargar móviles y que un anteproyecto de la nueva ley general de comunicaciones, aprobada en septiembre de este año, tiene prevista su eliminación. Posiblemente descuajen mi cabina antes de diciembre y la conviertan en carcasas de teléfonos inteligentes o en marco de una ventana metálica, por eso ayer me acerqué a ella y descolgué el negro auricular, ultrajado con quemaduras de cigarrillo. La verdosa pantalla rectangular se encendió con el mensaje de siempre, «Inserte moneda o tarjeta», y al lado, para mi asombro, marcaba la hora exacta, actualizada con el cambio horario. Acerqué el auricular al oído para comprobar que había señal, y reconocí el sonido de siempre, pero rayado por el roce de los años, lejano y algo apagado, como un estertor. No sé a cuento de qué saludé y pregunté si había alguien, y la señal sonó entonces más rasguñada y débil, y al poco el auricular quedó en silencio, sin voz.