Elena Serrallé

Elena Serrallé


Jalogüin

27/10/2020

Con Halloween a la vuelta de la esquina hago inventario de todo aquello que infunde terror. Convendréis conmigo que los clásicos nunca pasan de moda, ya sabéis, un poco de niebla, una casa abandonada tipo cabaña en medio de un bosque, un par de muñecas de estas antiguas de plástico duro peinadas con tirabuzones rancios y vestidas con telas ásperas, una puerta que pide a gritos un sorbo de tres en uno en sus oxidadas bisagras, telarañas, mugre, suelo de madera crujiente, un cuervo, o en su defecto un grajo volando bajo (porque normalmente en las escenas de terror hace frío), algunas herramientas de metal, tipo hoz, tijeras, un bisturí también valdría, un coche con el motor gripado que le impida arrancar en el momento oportuno, y si al lado de esa casucha ponemos un lago tenebroso, nos coronamos.
Los niños en las pelis de terror aportan un plus de dimensiones estratosféricas: la niña de El Exorcista, Demian de La Profecía, los chicos del maíz, los chiquillos de El Orfanato, la rubita de Poltergeits (reconozco que nunca he sabido escribir este título y he tenido que recurrir a Google), pero las que más respeto me infunden y hacen que se me paren los pulsos, son las gemelas de El Resplandor al final de ese pasillo setentero invitándote a jugar con ellas... ¡la madre que las parió! 
Silencio. Llaman a la puerta. Estoy sola. Trago saliva. Coloco mi mascarilla para vestir mi cara. La sonrisa maquiavélica del cartero me saluda. Una carta certificada de Hacienda. Terror y del bueno.

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