Uno de mis primeros recuerdos, de esos de color sepia, me lleva a mi primer día de cole. Acude puntual a mi memoria cada septiembre cuando huele a vuelta a las aulas. Soy la pequeña de cuatro hermanos y sin edad para ir a la escuela daba la murga a mis padres pidiendo/suplicando que me llevaran. Por fin llegó el día, comenzaba mi andadura escolar y creo que el madrugón me arrugó ese tremendo deseo y enfrió mis ganas de estrenarme en parvulitos. Tan terca me puse en mi negativa que provoqué un ligero azote de mano de mi padre. Aquella fue la primera y última vez que mi padre me dio un azote y seguro que le dolió a él más que a mí.
El efecto inmediato de aquella medicina fue notar un líquido tibio deslizándose por mis piernecejas que siempre fueron delgadas, pero obviamente nada dije por si encima me llevaba otro. Lo evoco como si hubiera sucedido ayer e inevitablemente sonrío y hasta me emociono, porque si cierro los ojos me visualizo bajando la cuesta del pueblo, la que termina en la puerta de la valla de colores donde comenzaba el perfume de tiza y el de los libros recién estrenados. Esa cuesta que ayer me parecía eterna y hoy parece menguada. Me veo cogida de la mano agresora de mi padre y me contemplo tan pequeña, tan vulnerable, tan tierna, tan bloqueada, tan niña, tan nerviosa, tan expectante.... tan sintiéndome mayor sin llegar al lustro de vida. 
No sé si fue consecuencia de aquel azote o no, pero el caso es que a partir de aquel día a mí siempre me gustó ir al colegio.